viernes, 25 de febrero de 2011

Vivo con ella porque es mi madre

Las madres no castradoras mantienen un vínculo incestuoso con sus hijos, pero disimulado porque evitan tener relaciones sexuales con ellos.

En otro artículo (1) les comentaba que las madres castradoras son las mejores, a diferencia de las no-castradoras que seguramente tienen hijos apáticos, dependientes y quizá poco productivos y/o reproductivos (que no desean alejarla para fundar una familia o que, si la fundan, la incluyen).

Aclaraba —y lo repito porque el vocablo induce a confusión—, que una madre castradora no es la que anula a su hijo cortando o atrofiando su aparato reproductor (acepción literal), sino que es la que corta el cordón umbilical, da un paso al costado, deja de ser invasiva, entrometida, pegajosa.

Las madres no castradoras y sus hijos, difícilmente se dan cuenta de si están pudiendo desarrollarse plenamente o si —por el contrario— están inseparablemente unidos con un vínculo infantil.

La vida familiar parece normal, las cosas ocurren como siempre ocurrieron, el adulto que conserva intacto su cordón umbilical, puede decir «mi mamá es como todas las madres, a veces un poco quejosa pero la quiero porque es mi mamá, no deseo que se muera, me cuida con el mismo amor de siempre».

Si bien es cierto que sienten horror hacia las relaciones sexuales incestuosas, las practican todo el tiempo, evitando los aspectos genitales, pero conservando todo los demás: convivencia, secretos, lenguaje con claves exclusivas, gastos compartidos, mutua vigilancia de la salud, las amistades, las manías, las extravagancias tolerables. Mantienen un pacto de exclusividad (celos), igual que los matrimonios monógamos comunes (exogámicos).

Estas personas (madre con hijo, padre con hija, madre con hija, padre con hijo), probablemente no tienen relaciones carnales ... pero sólo las evitan porque tienen la sexualidad anulada o para imaginar que no conforman una pareja incestuosa.

(1) Una buena madre, molesta

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La insatisfacción vitalicia

El consumismo funciona porque la maravillosa vida intrauterina algún día se termina.

La historia de todo ser humano es muy triste porque comenzamos ricos y vivimos el resto de la existencia con mucho menos de lo que tuvimos al principio.

Según fuentes generalmente dignas de confianza (me refiero a los psicoanalistas que exhiben éxitos terapéuticos), la riqueza inicial es la vida intrauterina más un período posterior al parto que dura poco más de un año.

Durante el embarazo, vivimos en la máxima satisfacción que cualquiera de nosotros puede conocer.

Los acontecimientos que siguen nos van imponiendo la privación de ese paraíso y no paramos de intentar recuperarlo.

Observe que nadie se acuerda de la vida dentro del útero y difícilmente recuerde lo que ocurrió en el primer año de vida, pero sin embargo hay evidencias (por nuestros sueños, actos fallidos, síntomas psicosomáticos) de que fue lo mejor que nos ocurrió: Temperatura ideal, alimentación balanceada, ingravidez y comodidades superiores al mejor hotel con servicio “todo incluido”.

Como aquella riqueza queda en nuestro inconsciente como frustración no verbalizada (porque el lenguaje se desarrolla más tarde), sentimos que algo nos falta y no sabemos exactamente qué es.

Este anhelo inespecífico, que no podemos expresar en palabras (inefable) porque cuando se generó aún no sabíamos hablar, lo llamamos deseo.

Como un deseo insatisfecho puja por realizarse y como este deseo primitivo no sabemos cuál es, entonces comenzamos a hacer tanteos durante toda la vida.

Por ejemplo: Vamos a ese hotel all inclusive cinco estrellas, disfrutamos, gastamos una fortuna y cuando volvemos, nos parece que fue insuficiente ... entonces ahorramos durante veinte años para comprar la casa de nuestros sueños, pero luego que la habitamos, otra vez aparece la interminable insatisfacción, y así hasta morir porque el deseo original nunca se cancela.

Artículo vinculado:

El feto millonario

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Los especialistas no se entienden

Cada vez podemos aprovechar menos lo mucho que sabemos porque la mayoría de los especialistas cree que su especialidad es la única importante, desprecian a las demás y el diálogo es escaso o inexistente.

No tengo fe en que la ciencia pueda resolver al problema de la pobreza patológica y milenaria que nos avergüenza.

En realidad no nos avergüenza tanto porque los humanos, al creernos los reyes de la creación, no podemos percibir los errores de la especie.

A medida que la búsqueda de información, la clasificación y acumulación de datos se torna más compleja, me atrevería a decir que cada vez sabemos menos.

Es que tanta información no cabe en nuestros modestos cerebros y por eso cada uno de nosotros no tiene más remedio que especializarse en una pequeñísima parte de un todo que parece cada vez más grande.

Cinco siglos antes de nuestra era, existían personas que hoy podemos llamar sabios porque sencillamente, sabían todo lo que había para saber.

No pasaron muchos siglos de nuestra era y los sabios ya empezaron a escasear hasta extinguirse definitivamente hace más de un milenio.

La cantidad de conocimientos aplastó literalmente nuestra capacidad de memoria, retención y, sobre todo, de comprensión.

Por eso existen los especialistas: personas que aplican toda su capacidad de comprensión, estudio y recordación a una mínima parte del conocimiento existente.

Para colmo de males los especialistas recibieron el fervor popular. Una mayoría cree que saber mucho de poco, es un signo indiscutible de inteligencia, de elevación, de estatus.

Por eso es que cada vez podemos utilizar menos los conocimientos: porque cada especialidad tiene su lenguaje (jerga), su lógica y cree ser la más importante. Esto impide definitivamente que los especialistas puedan dialogar como para integrar (juntas, aunar) conocimientos que terminen con la pobreza patológica.

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La publicidad nos castiga

El idioma español «sugiere» rechazar el progreso económico de los hispanos.

El lenguaje es nuestro sistema operativo así como Windows, Linux o Mac lo son de las computadoras (1).

Esta comparación entre el lenguaje y el sistema operativo de los procesadores, es bastante confiable puesto que uno y otro permiten un diálogo, entre la persona y sus semejantes o entre una máquina y quien la usa, respectivamente.

Una de las semejanzas está en que el lenguaje es una herramienta que condiciona a quien la usa.

Efectivamente, los humanos no podemos pensar lo que se nos antoja porque estamos condicionados por la estructura del lenguaje que aprendimos (español, inglés, francés) y —de modo similar— el usuario de una computadora no puede manejarla a su antojo porque el sistema operativo también tiene cierta estructura que habilita algunas prácticas y otras las vuelve imposibles.

Veamos un ejemplo que, deliberadamente, es el motivo central de este artículo.

El verbo castigar significa causar dolor (físico o moral) a quien fue condenado por cometer una falta.

Cualquier hispanoparlante que consultemos, nos dirá que castigador es quien castiga (a quien fue condenado por cometer una falta).

Pero nuestro sistema operativo, que dirige nuestros actos, que nos prohíbe pensar caprichosamente, nos impone algo sorprendente.

Castigador, no solamente es quien ejecuta un castigo sino también quien «despierta amor pero no lo corresponde», es decir que son castigadoras las personas seductoras, conquistadoras y audaces.

Necesito dar un paso más para decir que las personas seductoras, conquistadoras y audaces son las que más trabajan, se asocian y se arriesgan para acceder a una mejor calidad de vida (ganar dinero, enriquecerse, progresar).

Es legítimo suponer que nuestro lenguaje (sistema operativo humano) nos condiciona para rechazar a quienes intenten mejorar económicamente porque es casi imposible aceptar, acompañar y —mucho menos— amar a un castigador.

(1) ¿Qué versión de inconsciente posee usted?

Los cerebros están en red

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