sábado, 4 de mayo de 2013

El amor policíaco



 
El celoso parece no darse cuenta que le impone a su ser amado un régimen policíaco.

Aunque la ignorancia de la ley no evita su aplicación, vale la pena hacer un comentario sobre algo que quizá estamos haciendo mal.

Desde otro punto de vista, alguien puede estar haciendo algo que no querría hacer simplemente porque no se da cuenta de qué está haciendo.

Desde otro punto de vista, a veces actuamos de cierta manera simplemente porque desconocemos las consecuencias de nuestros actos. En estos casos, si supiéramos qué estamos haciendo, no demoraríamos un minuto en cambiar nuestra actitud.

Todo podemos observar con cuanta ligereza algunos dicen que son celosos. Más aún, no faltan quienes se enorgullecen de ser celosos, muy celosos o enfermizamente celosos.

Esta vanidad quizá no siga siendo la misma después de enterarse cómo el diccionario define la palabra «celar»: (1)
 1. Procurar con particular cuidado el cumplimiento y observancia de las leyes, estatutos u otras obligaciones o encargos.
2. Observar los movimientos y acciones de una persona por recelos que se tienen de ella.
3. Vigilar a los dependientes o inferiores, cuidar de que cumplan con sus deberes.
4. Atender con esmero al cuidado y observación de la persona amada, por tener celos de ella.
5. recelar (desconfiar).
Como vemos, nuestra lengua considera que si bien «celar» es «atender con esmero al cuidado y observación de la persona amada, por tener celos de ella» (acepción 4), antes nos había informado que celar es controlar o vigilar el cumplimiento de las obligaciones como persona, como ciudadano, como dependiente; también es ver lo que hace el ser amado porque se desconfía (recela) de él; e inclusive es patrullar qué hace como subordinado.

El celoso parece no darse cuenta que le impone a su objeto de amor un régimen policíaco.

 
(Este es el Artículo Nº 1.866)

La heterofobia existe



 
Algunas personas son radicalmente heterosexuales y homofóbicas o radicalmente homosexuales y heterofóbicas, fobia esta de la que nunca se habla.

La vida se siente cuando nos sentimos bien... así hablamos coloquialmente. Y hago hincapié en ello expresándolo de otra manera: me siento bien cuando me siento con energía, con vitalidad, siento que vivo plenamente.

Algo similar ocurre cuando el lenguaje habitual nos lleva a decir que nos sentimos mal. En este caso decimos que nos duele algo pero sobre todo que carecemos de entusiasmo, de vitalidad, de energía.

Aunque pensando racionalmente no hay términos medios entre vivir y estar muerto, subjetivamente sentimos que sí existen porque asociamos la cantidad de energía, voluntad, entusiasmo, alegría, vitalidad con ‘tener mucha vida’.

Por lo tanto, aunque racionalmente no hay términos medios entre vivir y morir, subjetivamente consideramos que podemos sentir una gama muy amplia de estados de existencia, desde la gran vitalidad al estado en el que casi no tenemos ganas ni de respirar.

Entendemos bien cuando alguien se lamenta diciendo «estoy medio muerto»...de cansancio, de aburrimiento, por la resaca alcohólica.

Quienes creen que «querer es poder» también creen en el libre albedrío y alivian su angustia existencial suponiendo que gobiernan su vida, sus estados de ánimo y hasta la vitalidad disponible.

En este último intento se los observa representando a un personaje enérgico, optimista, lleno de buen humor, hiperactivo.

Según creo están determinados para comportarse de esta forma y por eso tampoco pueden evitar hacer dichos alardes. Sus cuerpo están diseñados para teatralizar roles con ese carácter.

Para estas personas que funcionan ocultando los períodos de escasa vitalidad, quizá sea imposible soportar la bisexualidad que nos caracteriza.

Esta falta de definición los vuelve radicalmente heterosexuales y homofóbicos o radicalmente homosexuales y heterofóbicos, fobia esta de la que nunca se habla.

(Este es el Artículo Nº 1.863)

El éxito de los buenos padres de familia



 
Los individuos o empresas mejor posicionados en el mercado son considerados «buenos padres (o madres) de familia». Este dato es fundamental.

Para el diccionario de nuestra lengua, la palabra «cliente» significa lo que todos sabemos:

«Persona que utiliza con asiduidad los servicios de un profesional o empresa»,

pero también significa lo que pocos sabemos:

«Persona que está bajo la protección o tutela de otra».

Esta segunda acepción tuve que aprenderla cuando estudié psicología, porque nunca falta algún capitalista radical que a los pacientes los denomina «cliente», para asegurarse de que los anti-capitalistas (de los cuales están llenas todas las universidades), pondrán el grito en el cielo.

Fue entonces que tuve que reconocer que los capitalistas tenían tanta razón como los socialistas, coincidencia esta que mantengo en absoluta reserva para que uno y otro bando no se traben en lucha y yo quede en el medio para pagar los platos rotos.

A partir de esa definición de «paciente-cliente» creo que es posible entender que consiguen trabajo aquellas personas que podrían ser «buenos padres de familia».

Este concepto de «buen padre de familia» tiene siglos de antigüedad y continúa vigente a pesar de que hoy debería decir «buen padre o buena madre de familia».

Se lo encuentra presente en los estudios referidos al derecho civil sobre contratos y obligaciones.

A la hora de determinar las causas, responsabilidades y culpas en los incumplimientos de los contratos, están previstos varios criterios para juzgar si el incumplidor actuó como «un buen padre de familia» o pecó de negligente, descuidado, omiso, irresponsable.

De hecho existe un contrato generalmente verbal entre un cliente-paciente y un proveedor de bienes o servicios.

Los individuos o empresas mejor posicionados en el mercado lo son porque están considerados «buenos padres (o madres) de familia». Por lo tanto, es dato es clave.

   
(Este es el Artículo Nº 1.843)

La ambivalencia respecto a la pobreza



 
La ambivalencia de nuestro lenguaje nos permite confesar disimuladamente que tanto queremos erradicar la pobreza como evitar que algún día desaparezca.

El primer artículo sobre el concepto pobreza patológica lo escribí en 2006 y este que publico hoy lleva el número 1.844.

Mis proveedores de ideas son la psicología, la economía, la sociología, el derecho, la medicina, (especialmente la psiquiatría), más otra que entiendo en menor grado.

En todos mis proveedores está presente la lingüística. Los fenómenos del lenguaje son esenciales en la construcción de ideas, teorías, hipótesis y sobre todo en cómo nos comunicamos para intercambiar opiniones (críticas, comentarios, sugerencias).

Cuando en nuestro idioma decimos que un tratamiento es bueno para cierta dolencia, estamos diciendo dos cosas:

a) que es bueno para liberarnos de esa dolencia (curación); y

b) que es bueno para que la dolencia esté cada día mejor (y paciente cada día peor).

El tercer elemento lingüístico en juego acá refiere a un sobreentendido puesto que pocas veces decimos la oración completa, cuyo texto es: «el tratamiento es bueno para liberarnos de cierta dolencia».

En lo que refiere al tema tratado en los artículos de este blog especializado en lo que por ahora yo solo denomino pobreza patológica, ocurre algo similar.

Cuando los políticos y economistas elaboran teorías y proponen soluciones para la pobreza, están diciendo lo mismo, es decir, que están tratando

a) de erradicar esa carencia crónica de los ciudadanos con menores ingresos; y a la vez también dicen:

b) que están tratando de mejorar la pobreza para que nunca deje de existir.

En psicoanálisis no podemos creer en los errores ingenuos. Para este arte-científico los errores y la ambivalencia discursiva son lapsus, es decir, contenidos inconscientes que toman estado conciente disfrazados de equivocación.

En suma: queremos erradicar y a la vez conservar la pobreza.

(Este es el Artículo Nº 1.844)