Los niños y los ancianos no son arbitrariamente caprichosos sino que su vulnerabilidad biológica provoca esas demandas.
Los humanos somos animales muy gregarios, necesitamos vivir en grupos, a tal punto que la ciudad de Tokio (Japón) contiene la friolera de treinta millones de habitantes.
Gran parte de nuestro funcionamiento psíquico está destinada a los vínculos.
Un vínculo es el elemento por el que corren los afectos positivos y negativos. A través de la amistad, vecindad, familiaridad, nos atraemos y repelemos, tensando así los nexos de una red social, que si está comunicada por Internet puede practicarse usando los servidores y software de Facebook, Twitter, MySpace y muchos más.
La evolución biológica hace que en la niñez y en la ancianidad seamos más vulnerables y dependientes de esos vínculos por los que circula el amor, el reconocimiento, la solidaridad.
Las señales de que estamos recibiendo el amor tienen que ver con ese reconocimiento que los demás pueden o no ofrecernos a través de la mirada.
Pero una vez lograda la mirada surgen otras necesidades, siendo una de ellas el tener en cuenta nuestros gustos personales.
En la convivencia colectiva, procuramos atraer ese amor cumpliendo los usos y costumbres (vestimenta, lenguaje, conducta). El afecto del colectivo es tan bajo que nuestro principal esfuerzo está dirigido a no atraer el rechazo de los conocidos, funcionarios, vecinos, proveedores.
En la convivencia privada, somos un poco más exigentes al punto que ese amor más importante debe estar demostrado por la mutua satisfacción de gustos muy personales y que solemos denominar genéricamente «caprichos», «antojos», «pretensiones».
En suma: no es que los niños y los ancianos sean más caprichosos, sino que la inevitable vulnerabilidad de esos extremos obliga a mayores demandas de amor, protección, solidaridad, ayuda, todo lo cual se trasmite mediante exigencias que parecen arbitrarias.
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