Imaginemos un preso internado en una cárcel de un país donde no conoce ni el idioma ni la cultura.
Alguna vez ocurrió, como en una pesadilla, que él circulaba por la calle cuando repentinamente sintió unas sirenas que se acercaban cada vez más. Pensó que se trataría de un incendio en un edificio cercano, o de ambulancias que concurrían a atender enfermos, o patrulleros que perseguían a delincuentes.
Quedó paralizado cuando esos patrulleros se dirigieron directamente hacia él, lo rodearon decenas de policías gritándole cosas incomprensibles, le juntaron las manos en la espalda, lo esposaron, lo levantaron en el aire y lo introdujeron en uno de los vehículos para llevárselo a esa cárcel que mencioné al principio.
Supuestamente le habrán dicho de qué se lo acusaba, transcurrió toda una escena parecida a un juicio, pero no pudo entender.
Una vez quiso fugarse, pero lo apresaron, lo maltrataron, le gritaron y algo le hizo pensar que su condena ahora sería mayor.
Pasaron diez, quince, veinte años, intentó fugarse nuevamente y volvieron a apresarlo.
La situación fue aún peor al intento de fuga anterior. Se resignó a pensar que así moriría.
Sin embargo, en cierta ocasión, algo estaba cambiando. Los guardianes le sonreían, ya no le pasaron cerrojo a su celda, le traían comida más sabrosa, o por lo menos eso le pareció a él.
Con cierto temor intento salir de la cárcel y nadie se opuso. Llegó a la calle, la gente hacía la vida de cualquier pueblo, comenzó a caminar, logró llegar a su país y allá lo recibieron como si nunca se hubiera ido.
Algunos padecimientos psicológicos (ansiedad, enfermedades psicosomáticas, pánico, impotencia, histeria, fobia, obsesión) nos quitan calidad de vida (encarcelan), cuando queremos eliminarlos con medicamentos (intentos de fuga) la situación empeora, pero un tratamiento psicoanalítico lentamente lo desvanece.
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