Es frecuente escucharnos hablar de la violencia, la inseguridad y —en general—, de los factores angustiantes de la vida.
Existe una aseveración muy dramática que dice: «somos hijos del rigor».
Según esta afirmación, los seres humanos sólo respondemos adecuadamente si somos castigados, si se nos impone una disciplina con firmeza. Algunos repiten «la letra con sangre entra», otros dicen que «es preferible ser temido a ser amado».
Claro que estas recetas, siempre son de aplicabilidad a todos menos a quien las propone. Los que tienen inconducta, los negligentes, los malos ciudadanos, son los otros.
Los niños, entre risas, gorjeos y llantos, padecen mucho miedo.
Los pequeños estarían particularmente expuestos a sentirse horrorizados.
El miedo no es a caerse, ni a ser heridos, ni a tener dolores físicos, sino a ser abandonados.
La ausencia de la madre —o de cualquier persona que él considere protectora—, le hace temer que lo dejaron sólo y que será atacado por todas esas cosas extrañas que ocurren en un entorno al que desconoce casi por completo.
Bajo ese estado de terror, el niño sufre de angustia y —con sus escasos recursos— busca soluciones.
Si un pequeño no ve a su mamá —porque se despertó sólo en su dormitorio—, se aterra si oye por primera vez el canto de un gallo.
El llanto o el grito desesperado, resolverá el problema en poco tiempo porque alguien acudirá a devolverle la tranquilidad.
Sin embargo, recordará ese (breve pero interminable) período que estuvo desprotegido, horrorizado y angustiado.
El miedo al abandono hará que aprenda a decir cocorocó (ó quiquiriquí) porque eso le hará sentir que controla al temible gallo.
Conclusión: los humanos aprendemos el lenguaje por temor, pues pensamos que hablando, controlamos (conjuramos) lo que nos angustia (violencia, inseguridad ciudadana, enfermedades).
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martes, 31 de agosto de 2010
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