lunes, 9 de agosto de 2010

Pobres necesitados y ricos deseantes

Todos tenemos necesidades y deseos.

A los efectos de este artículo, nos alcanza con decir que una necesidad, es la carencia de cosas que son imprescindibles para la conservación de la vida (comida, abrigo, afecto).

Pero no puedo hacer lo mismo para definir qué es un deseo.

Parecería ser que el lenguaje no es tan eficiente para lograr una buena descripción.

Quien se expresara con estilo coloquial, diría: «No tengo palabras para explicar qué es desear».

Pero, dentro de tanta ineficiencia lingüística, algo podemos enunciar.

Los psicoanalistas amamos estudiar, discutir, opinar sobre el deseo.

Supongo que este gusto proviene de la propia dificultad, o porque constituye un desafío ideal para nuestra vocación, o porque imaginamos que nunca surgirá una respuesta que cancele las indefiniciones y por eso, con el deseo, nunca nos quedaremos sin trabajo.

Estamos casi todos de acuerdo en que el deseo es una rememoración de experiencias tempranas, en las que tuvimos satisfacciones tan intensas, que pretendemos repetir.

Las ganas de revivir aquellas sensaciones (ser mimados, protegidos, recibir regalos, sentir que estamos fusionados con el entorno, no tener responsabilidades, imaginarnos omnipotentes, poseer ideas mágicas), eso es desear.

Pero también están los derivados adultos del deseo infantil.

Uno de ellos es la codicia, el afán de tener más y más, sobrepasando el límite de lo realmente necesario para vivir. El esfuerzo por acaparar, acumular, ahorrar ilimitadamente.

Otra expresión adulta del deseo es lo que la moral católica denomina concupiscencia, que define como el apetito descontrolado de placeres pecaminosos (según la propia definición católica de lo que es pecar).

Entonces: Los pobres trabajan para cubrir sus necesidades vitales y los ricos empresarios —que las tienen sobradamente atendidas—, trabajan para satisfacer sus deseos.

En suma: la sociedad, como si fuera un individuo, trabaja para cubrir necesidades (pobres) y deseos (ricos).

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