Las palabras tienen valor de acciones concretas aunque nuestra capacidad perceptiva no lo capte en todos los casos.
«La suerte está echada» era una fórmula que usaba el pueblo romano (al principio de nuestra era) para consagrar el inicio irreversible de una empresa, un acto, una decisión temeraria, audaz, riesgosa.
Es el propio enunciado (la expresión verbal) lo que determina ese punto que marca un antes y un después.
Los lingüistas llama la dimensión factual del lenguaje a eso que realmente ocurre porque su causa principal es lo dicho o escrito (por uno mismo o por otro).
Los humanos percibimos estímulos sólo dentro de un determinado rango de intensidad y nos perdemos el resto.
Esta condición determina que los cambios reales producidos por las expresiones verbales sean mayoritariamente imperceptibles, por lo cual llegamos a la conclusión de que las palabras se las lleva el viento, o que la producción de cierto orador o escritor es puro bla-bla-blá.
Podemos verificar la acción transformadora de ciertas expresiones verbales cuya intensidad es la suficiente como para que nuestro intelecto pueda captarlas.
Me refiero a los enunciados performativos.
Estos pronunciamientos son tan contundentes que podemos reconocerlos como agentes de cambio.
Si alguien dice «Juro …», «Prometo …», «Garantizo …», «Certifico …», en ese mismo momento que lo expresa lo está ejecutando.
Sin embargo, las amenazas son algo más confusas porque emiten un estímulo escasamente perceptible.
Si alguien dice «me vengaré de tí por lo que me has perjudicado ...», pensamos que se trata de la promesa de un castigo futuro, sin embargo es muy probable que la frase descargue toda la ira en el propio acto de enunciarla porque su irritado emisor ya da por concluida su venganza tan solo con pronunciarla y que el destinatario la reciba.
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domingo, 8 de mayo de 2011
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