En la empresa donde trabajo somos once: el dueño, el hijo y nueve empleados.
A uno de ellos tuvieron que darle una licencia
psiquiátrica de seis meses, por eso los dueños decidieron contratar un
sustituto eventual.
La empresa que envió a ese sustituto nos mandó
a una mujer, de aproximadamente 30 años, piel color té con leche, un metro
setenta de altura, rostro intrascendente, casi inexpresivo, ojos grandes color
café, vestida con ropa muy holgada, zapatos bajos, parecidos a los que usan las
bailarinas de ballet.
Inmediatamente hablamos con los dueños para
decirles que eso no podía ser, que una mujer entre nosotros complicaría el
clima laboral, resintiendo la productividad, porque es sabido que las mujeres
tienen puntos de vista diferentes, viven tratando de que las cosas se resuelvan
con su escaso criterio, tienen necesidad de un baño especial, no aceptan
cualquier silla, tampoco se puede usar el lenguaje habitual y una cantidad de
otros inconvenientes por todos sabidos.
Sin embargo la mujer, que seguramente notó el
clima de hostilidad con el que fue recibida, se comportó como si ninguno de
nosotros existiera. Asumo que fue la primera vez en mi vida que alguien me
ignoró con tanta eficacia.
Mejor dicho, al hijo del dueño lo ignoró un
poco menos que a los demás. El señor «Bueno para nada», así rebautizado por sus colaboradores, tampoco le
prestó atención a la exótica.
Como a la
semana de estar soportándola, dos de los muchachos quisieron conseguir su
propia licencia psiquiátrica, pero tuvieron que arreglarse con tratamiento
ambulatorio a base de aspirinas.
Corrió el
rumor de que el señor «Inútil» (apodo cariñoso del señor «Bueno para nada»), se
veía con la nueva fuera del horario. No le dimos trascendencia porque según
nuestro propio diagnóstico, el muy infeliz quizá fuera gay.
Lo cierto
es que a dos meses de contar con la intrusa, el «muy tarado» empezó a
interesarse por las cosas de la empresa y hasta nos daba órdenes a los que
realmente sabíamos del negocio.
Para cuando
se esperaba el reintegro del compañero enfermo, el «maldito estúpido» nos hacía
trabajar más que el viejo.
Llegado el
momento, el hombre se reintegró (algo convaleciente), la aventurera se fue y
todo quedó peor que antes, con un régimen laboral patentado por alguna cárcel
turca.
En una cena
de camaradería, el paciente psiquiátrico bebió de más y confesó que en realidad
el viejo le había pagado una licencia para que viniera la morocha, quien se
llevó a la cama al señor «Bueno para nada» para convertirlo en varón, hombre o
tirano, dado que el veterano estaba harto de trabajar y quería jubilarse.
(Este es el Artículo Nº 1.724)
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