Este artículo hace un alegato a favor de las dudas y en contra de las certezas.
Las señales de seguridad son
admirables, bellas, seductoras.
Si en plena tormenta oímos que
el capitán del barco emite un mensaje a los pasajeros y tripulantes en el que
nos habla con voz serena, con lenguaje claro aunque utilizando términos que
pertenecen a la jerga de los marinos, denotando que tiene toda la situación
controlada, nuestra angustia desciende y le agradecemos íntimamente esa
confianza que nos aporta tranquilidad.
Pero no solo en las peripecias
más críticas agradecemos la presencia de alguien seguro, que sabe lo que hace,
que no tiene dudas. En otras ocasiones también nos gusta presenciar los
despliegues de profesionalismo, de sabiduría incuestionable, de certeza firme.
Por ejemplo, en un equipo de
trabajo, quien más sabe y menos duda, más probabilidades tiene de ser el líder
del grupo; en los paneles de discusión propios de los programas periodísticos,
donde se debaten múltiples temas de interés, convoca nuestras miradas aquel que
habla con mayor seguridad.
Sin embargo, esta predilección
que tenemos los humanos por la seguridad sin fisuras no es un mérito sino más
bien un resabio subdesarrollado que nos quedó de la niñez más ingenua.
Estar seguro de algo es fatal,
calamitoso, destructivo de la evolución del conocimiento.
Esa fascinación por la ausencia
de dudas mata el nacimiento de nuevas hipótesis que podrían favorecer nuevos
avances, oportunidades, saberes.
La certeza aborta las nuevas
ideas porque estas no tienen cabida; anula las características individuales
pues uniformizan los criterios a fuerza de ser intolerantes con cualquier otra
idea que la contradiga; la certeza favorece los dogmas, las ideas oficiales, el
pensamiento único, las políticas absolutistas que dependen de las doctrinas y
políticas monopólicas, tiránicas, antidemocráticas, que masifican a los
ciudadanos despojados de todo poder.
(Este es el Artículo Nº 1.828)
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