Vamos a establecer por un momento que está bien ser fuerte y que está mal ser débil. Sólo por el tiempo que demore en leer este artículo.
Ahora aparece un problema: ¿qué se entiende por ser fuerte o por ser débil?
Esta pregunta me la hice el domingo de tarde cuando al volver de Punta del Este a Montevideo, veía cómo algunos conductores se arriesgaban a tener un accidente o a ser severamente multados, adelantándose por la banquina cada vez que se producía un atasco en la circulación vehicular.
El idioma quizá sea el primer reglamento que las personas tenemos que obedecer. Si no usamos las palabras adecuadas, no podemos comunicarnos y la sanción no se hace esperar: quedamos aislados del resto.
Los jóvenes o los adultos inmaduros funcionan de forma parecida en esto de creer que la desobediencia es una manifestación de fuerza.
Tanto los conductores que manejan con temeridad como los que desconocen el reglamento-idioma, tienen la sensación de que esa actitud rebelde es una señal inconfundible de que pueden valerse solos, que no necesitan a nadie, que son autosuficientes y que todo lo pueden.
Sin dejar de reconocer que existen problemas mentales que provocan disturbios importantes en la función lingüística, la mayoría de quienes no usan adecuadamente el idioma, lo hacen como una forma infantil de rebeldía. Es muy fácil de diagnosticar: Quien habla mal, pronuncia mal o escribe mal, seguramente trata de ignorar el reglamento universal (en nuestro caso, el idioma castellano), y se afilia a un subgrupo donde se fabrican su propio idioma (jerga, lunfardo), imaginando que son autónomos, autosuficientes, omnipotentes.
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lunes, 3 de mayo de 2010
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