Describiré una escena familiar clásica.
Alicia y Bartolomé son los padres de tres niños de 3, 7 y 9 años.
Son las 8 de la noche de un día invernal. Afuera hace mucho frío y circula poca gente.
Ellos cenarán dentro de un rato pero ahora los niños se entretienen jugando, algunas veces en equipo y otras sin interactuar entre sí.
Los cónyuges dialogan sobre cómo mejorar los ingresos económicos de la familia, qué hacer con los padres de él que ya no pueden seguir viviendo solos y conjeturando sobre las futuras decisiones del gobierno.
En el hogar hay cinco personas, dos adultos y tres niños, que por momentos se comunican entre sí y por momentos se aíslan en sus mundos interiores.
Se trata de una familia normal.
Los grandes colectivos poseen esta misma estructura aunque con integrantes adultos.
Unos pocos adultos (los dirigentes-padres) piensan cómo resolver los problemas cotidianos que se les presentan a todos y una mayoría (los gobernados-hijos) esperan las decisiones de los mayores.
Así como entendemos que la familia formada por Alicia y Bartolomé es normal, aceptamos como normal que en una sociedad haya personas que piensan y otras que actúan según lo que otros pensaron.
La clave de esta situación está en el significado del vocablo «normal», que según el Diccionario de la Real Academia significa:
1 — Dicho de una cosa que se halla en su estado natural.
2 — Que sirve de norma o regla.
3 — Dicho de una cosa que, por su naturaleza, forma o magnitud, se ajusta a ciertas normas fijadas de antemano.
En suma: los humanos asumimos en un nivel muy profundo de nuestro pensamiento (donde radica el lenguaje que usamos automáticamente), que es normal que unos pocos piensen y una mayoría no piense.
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martes, 4 de mayo de 2010
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