Hay quienes afirman que el ser humano usa una pequeña parte de su cerebro y que la parte que no usa, termina atrofiándose.
No sé si esto es así pero le propongo una idea similar.
La capacidad para usar el lenguaje parece responder a esa lógica porque los niños aprenden a hablar lentamente.
Quizá sea innecesario explicar por qué es importante aprender a hablar (1).
El desarrollo de esta función depende de los estímulos que reciba el niño.
Parecería ser que alguien aprende por repetición como las urracas, papagayos o cacatúas y esto es así porque los niños sordos no aprenden a hablar, pero hay algo más.
Los humanos usamos el lenguaje para representarnos mentalmente personas, cosas, ideas, conceptos, sentimientos.
Cada sonido conocido está asociado a algo. Cuando oímos «mesa», «Sofía» o «alegría», nuestro cerebro reacciona con los respectivos recuerdos. Sabemos del mueble para apoyar cosas, de nuestra amiga o del sentimiento satisfactorio.
Además de la repetición de lo que oímos, la función se desarrolla porque la usamos para calmar la angustia que nos provocan situaciones dramáticas por las que pasamos tempranamente.
El llanto inespecífico, ese grito que todos tratamos de acallar ofreciéndole al niño comida, cariño, abrigo o simple presencia, se va transformando en palabras, frases y oraciones a medida que el desarrollo cerebral lo permite.
Pero estos nuevos mensajes siguen siendo estimulados por necesidades y deseos que procuran ser satisfechos.
La función lingüística es imprescindible para convertirnos en adultos aptos para trabajar, fundar una familia, realizarnos como personas.
Las madres sobreprotectoras atrofian a sus hijos, frenan su evolución e impiden su desarrollo porque ese amor equivocado, priva al hijo de la dosis de angustia que necesita para desarrollar las funciones cerebrales superiores, especialmente la lingüística.
Una madre amorosamente frustradora, ni abandona ni atrofia.
(1) Nuestros dos lenguajes
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martes, 4 de mayo de 2010
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