Reiteradas veces recurro a señalar la similitud que tenemos con el resto de la fauna porque la soberbia que padecemos (creernos la especie superior) puede ser una causa más de la pobreza patológica.
Por un lado, todo desconocimiento del entorno opera como un obstáculo para nuestra mejor adaptación a él. Es decir, si tenemos ideas erróneas sobre los demás seres vivos, los fenómenos climáticos, las características del suelo en que vivimos, es probable que nos agreguemos riesgos vitales.
De modo similar, la soberbia es un sentimiento que nos distorsiona la autopercepción. Nos vemos más fuertes, más independientes y en algún caso, invulnerables. Con esta actitud también agregamos riesgos vitales.
En el artículo titulado Yo sé por qué no me entiendes digo que nuestro lenguaje (escrito y hablado) equivale a los mensajes olorosos que se envían ciertas especies, particularmente cuando la hembra está en celo y utiliza ese medio para convocar a todos los machos de una vasta región.
Esa sustancia química (el olor) activa terminales nerviosas especializadas de la nariz de los machos que los pone en movimiento hacia la hembra emisora.
Dicho de otra forma: un agente excitante (olor), altera un sistema nervioso, a partir de lo cual se producen ciertas acciones concretas (ir al encuentro de la hembra en celo).
Es razonable postular que el libre albedrío (1) no existe porque todas nuestras acciones están determinadas por situaciones predisponentes (conformación del cerebro de cada ser humano) que reaccionan cuando son excitadas por estímulos desencadenantes de acciones concretas.
En los humanos esos estímulos desencadenantes pueden ser una señal de alarma (un cartel, una tormenta, un grito), o las palabras que oímos o leemos y que cambian la conformación de nuestro cerebro tanto como el olor cambia la de otros animales.
Si leyó hasta acá, su cerebro cambió.
(1) Libre albedrío y determinismo
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martes, 4 de mayo de 2010
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